Suelo decirle a mis hijos y nietos cuando los escucho hablar sobre el futuro de manera incierta y con preocupación por algo que aún no sucede y que no está en sus manos resolver y se sienten agotados .
Que a veces solo queda resistir un poco más, aunque el cansancio pese y nada parezca cambiar. Con el tiempo, cuando miren hacia atrás, entenderán que muchas de las cosas que les dolieron también los transformaron, y que incluso en medio del desconcierto, la vida estaba obrando a favor.
Durante mucho tiempo quise tener todas las respuestas, controlar cada paso, anticipar lo que venía. Pero la vida me enseñó que hay un orden más sabio que el mío, una mirada más amplia que la humana. La perspectiva divina, mientras yo me aferraba a mis planes, algo más grande estaba “cocinándose” silenciosamente, para conducirme justo a donde necesitaba estar.
Hoy entiendo que la perspectiva humana es corta; ve solo el instante. En cambio, cuando logro mirar con una visión más profunda, descubro que cada demora, cada pérdida y cada cambio inesperado tenían un propósito.
He aprendido a confiar, incluso cuando no entiendo. A aceptar el ritmo de las cosas, el tiempo que la vida necesita para ordenar lo que yo quería resolver a la fuerza. Cada vez que dejo de luchar contra lo que no puedo cambiar, aparece una calma nueva, una certeza que me sostiene y me agarro de esa perspectiva divina y dejo de la lado la mía.
Todo pasa, y cuando pasa, deja una huella de sabiduría. Hoy sé que incluso en el silencio, algo bueno se está gestando. Y esa confianza —esa fe en el propósito que hay detrás de todo— me da la fuerza para seguir caminando, con esperanza y es eso lo que deseo transmitir a los míos.
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