El agua sobrepasaba a los montes más altos. Sin embargo, Noé y toda su familia estuvieron a salvo, porque Dios «presidía en el diluvio» (Salmo 29:10) y porque Noé creyó en Dios. El arca no tenía instrumentos de navegación, no tenía timón, porque Dios la gobernaba. Dios no permitió que Noé tuviera una ventana cerca que le permitiera mirar los efectos inmediatos del diluvio, estaba demasiado alta para alcanzarla, no podía ver lo que ocurría afuera. A ciegas, confiado, así estaba Noé dentro del Arca, aunque tenía la certeza de ser salvo, no tenía ni idea de cómo estaba la cosa afuera, pero confió en Dios.
El resultado de la fe obediente, es que toda su familia fue salvada.
Así, para ti también, toda esa agua que amenaza tu vida y la de tu familia con ahogarlos y hundirlos se evaporará, solo tienes que flotar y dejarte llevar por Dios como el arca, sin timón solo flotaba y era guiada por Dios.
A veces Dios nos pide que caminemos —o naveguemos— sin ver. Como Noé en el arca, estamos dentro de una historia que no controlamos, rodeados por un mundo en caos, con el alma empapada de preguntas, y sin una ventana baja para mirar qué está pasando afuera.
La fe, en esos momentos, no es sentir que todo va bien. Es quedarse dentro del arca aunque no sepamos si el diluvio está bajando o subiendo. Es aceptar la angustia de no ver, de no entender, de no tener timón, pero aún así no abrir la puerta antes de tiempo.
Pero caminar a ciegas, incluso con fe, no es cómodo. Tiene sus desventajas:
La incertidumbre abruma. No saber cuánto durará la tormenta puede generar ansiedad. El alma busca respuestas inmediatas, y la fe no siempre las entrega a tiempo.
Nos hace vulnerables al miedo. Sin una ventana por donde ver la evidencia del progreso, el miedo susurra que nada está cambiando, que Dios se ha olvidado o que el diluvio será eterno.
No podemos huir. A ciegas no podemos tomar atajos ni salir corriendo. Nos obliga a quedarnos en el lugar incómodo hasta que Dios abra la puerta.
Se pierde el sentido del tiempo. Cuando no vemos lo que ocurre, todo parece más lento, más pesado. Cada día en la oscuridad parece eterno.
Requiere entrega absoluta. No basta con tener fe teórica; hay que rendir el control, los planes, las expectativas. Y eso cuesta.
Y sin embargo —¡qué contradicción tan hermosa!— es precisamente en esa ceguera donde más crece la fe. Porque la fe verdadera no necesita ver para creer. Necesita confiar en que quien guía —aunque no lo veamos— no ha soltado el timón.
Como Noé, tal vez no veamos hacia dónde nos lleva el agua, ni cuánto falta para tocar tierra. Pero si Dios preside el diluvio, también gobierna nuestra barca. Y lo hará hasta que las aguas se retiren, y una nueva tierra se asome por la rendija más alta del alma.